Cualquier teoría sobre la naturaleza humana, o lo que es lo
mismo, sobre la mente, debe resolver el siguiente dilema:
O bien la conciencia es el producto de la maquinaria bioquímica
subyacente en los miles de millones de conexiones neuronales del interior
del cerebro humano o bien consiste en una dimensión espiritual que funciona de
forma independiente de las leyes del cuerpo.
Dicho de otro modo, o bien aceptamos que sólo somos un animal
con un cuerpo gobernado por un montón de neuronas y de hormonas o creemos que
lo humano no se agota en lo físico y hay que acudir a un alma o espíritu que
opera con leyes independientes a las de la materia. Uno está obligado a enfrentarse a la disyuntiva de aceptar que los
rasgos que nos parecen más específicamente humanos como la generosidad, la
bondad, o el amor, así como el egoísmo o la crueldad proceden de nuestra maquinaria neurológica o,
en cambio, aceptar que hay algo más.
El problema es que lo que de verdad está en juego es el papel de
la responsabilidad moral y su relación con la libertad.
Si aceptamos que nuestra mente es el producto de nuestro
cerebro determinando nuestra
conducta deberá revisarse el concepto de
libre albedrío y también el de responsabilidad moral. El hombre aparece despojado
de su capacidad de decisión y la estructura social que nos distingue del resto
de los animales acabaría desmoronándose. No parece que esta idea cale con facilidad
en muchos intelectuales.
De cualquier manera se habrá de resolver la cuestión de la
responsabilidad moral humana, porque el dilema al que nos enfrentamos se puede
formular también de esta otra forma (que Pinker en su obra “La tabla rasa”
atribuye a Hume):
“O bien nuestros actos están determinados, en cuyo caso no somos
responsables de ellos, o bien se deben al azar, en cuyo caso no somos
responsables de ellos”