La muerte no es consustancial a la vida, sino a la reproducción
sexual. Durante más de 2500 millones de
años, la vida fue un proceso bioquímico cuya forma de perpetuarse en el tiempo
era mediante una división celular en la cual una célula se transforma en dos
células hijas idénticas, recién formadas e igual de recién nacidas. Aunque
algunas de ellas desaparezcan, no tiene sentido hablar de muerte alguna, como
no hablamos de muerte cuando un animal pierde una parte de su cuerpo.
Hace unos 1000 millones de años surge un nuevo modo de
conquistar el espacio y el tiempo; algunos organismos se han vuelto
pluricelulares y complejos y en ellos se ha especializado un grupo de células
germinales responsables de transmitir los genes a la siguiente generación. Dos
de estas células, de distinto sexo, estarán condenadas a buscarse y a
entenderse, se fusionarán y continuarán en el teatro de la vida. El resto del
organismo, formado por las células somáticas, tiene la única función de
asegurar la misión de las células germinales o gametos. Una gallina es la
estructura que un huevo aprovecha para originar otros huevos. La estrategia
triunfó porque permitió a los seres vivos tener dos copias de cada gen y una
diversidad que los hacía resistir en ambientes cambiantes; ofrecía a estos
seres pluricelulares una variedad de mecanismos que resultaron útiles en la
lucha por la supervivencia. Pero el cuerpo, auténtico vehículo de las células
germinales, no tiene ninguna importancia en el sentido evolutivo y puesto que
es costoso su mantenimiento metabólico, si no ha sido destruido por una presa, degenera
y muere cuando ha pasado un tiempo prudente en el cual se supone que ya ha
cumplido su cometido.
No creo que esta cuestión les importe a los pinos, mosquitos o
ratones, pero los humanos han sido capaces de captar su fugacidad en este mundo
y no aceptan el truco de la vida, no encajan con agrado su finitud. Su
extraordinaria complejidad neuronal les proporcionó una conciencia y durante
muchas generaciones, ha sido la mejor arma para dominar todos los ecosistemas
donde se ha instalado, pero también les ha ocasionado grandes dosis de angustia
y sufrimiento. Por eso el hombre busca a Dios, o lo rechaza cuando se enfada
porque no encuentra consuelo ante tanta soledad. Usa su cerebro para encontrar
la lógica de lo viviente y la armonía de los mundos, pero la muerte continua
pareciéndole injusta y no se conforma con el sinsentido de su existencia. Su
papel como mero intermediario de instrucciones genéticas hacia el futuro, como
un simple transportador de paquetes de genes de su especie no es fácil de
asimilar. Diseminar por el espacio y por el tiempo un mensaje bioquímico que
está oculto en el interior de las células germinales, ésta es la estrategia que
usan todos los organismos con reproducción sexual que habitan en este planeta
que danza por un universo totalmente indiferente.
Durante el tiempo finito que dispone, el humano busca las más
variadas formas de entretenimiento para controlar sus miedos, se intenta
organizar socialmente como puede, persigue refugios donde abrazarse con
seguridad y ternura a un compañero de viaje y abusa como un gran experto en el
arte del autoengaño inventando toda clase de ficciones para aplacar su vacío y
creerse libre y especial. Pero aunque su cerebro proporcione una extraordinaria
flexibilidad donde caben excepciones para todos los gustos, nuestra condición
animal grita desde el fondo de nuestras células.
Por eso, la mayoría de los conflictos humanos derivan de nuestro
papel como guardianes de nuestros gametos y de la desesperación que supone
entender que nuestro tiempo está tasado. Nuestras pasiones sexuales y nuestra
insignificancia frente a la muerte. De ahí que Woody Allen, gran experto en el
uso del lenguaje, acertó en su frase, “en el fondo, todos estamos detrás de la
chica y con miedo a morirnos”, que ya cité en mi entrada sobre la selección
sexual y que pueden leer aquí.